17 junio 2014

Viaje onírico



En el mundo onírico, donde las fronteras de lo real y lo imaginario se disipan y las estructuras mentales se derriten creando ríos de sensaciones, hubo una noche en la que me perdí más de lo que nunca antes lo hice. Una sábana cubría mi cuerpo y miles de sábanas incorpóreas y, seguramente, sedosas acariciaban mis sueños al ritmo de un tranquilo silencio; silencio real, silencio del que es imposible hallar entre las los golpes y los chirridos que emite la mediocridad humana a cada latido, cada respiro y cada paso que da cada maldito ser humano de este mundo, nuestro mundo y a la vez el de nadie.
De pronto, las murallas comenzaron a derrumbarse alzando una gran polvareda que escribía en el cielo historias sin sentido e inconexas y dibujaba nubes de algodón probablemente tan blandas como la inocencia de un niño. Y donde antes se alzaban dos grandes torreones ahora se extendía un camino de polvo y escombros que me guiaba, sensual y sinuoso, hacia un mundo del que no sabía qué esperar pero del que estaba convencido que debía  esperar mucho. El camino debió ser largo y tedioso pues decidió mi reminiscencia pintarlo color olvido. Apenas recuerdo canciones de marcha ni hojas de ruta, tan solo aparecen en mi cabeza las grandes luces de colores nunca antes vistos que permanecían brillantes durante milenios. Solo me quedé hipnotizado mirándolas un par de horas, pero cada segundo de esa luz me contaba historias de millones de años atrás, de millones de viajeros que antes habían quedado como yo anonadados ante el templo del deseo que se alzaba ante nuestras modestas miradas.
Entonces, una ráfaga de viento cogió mi mano y me guio al interior del templo mientras me susurraba al oído que dentro había cosas mucho más impresionantes de las que nunca antes había visto o sentido; ¿más impresionantes que las luces que guardaban los portones y conservaban las razones de millones de viajes repletos de anhelos y tentaciones? No puedo creerlo -le respondí a la intangible dama que guiaba con esmero mi cuerpo de carne y hueso entre los pasillos infinitos. Ella simplemente me miró y se rio.
Se paró en un punto de aquel lugar, se giró y por primera vez vi la cara del viento que me había guiado. No tenía ni ojos, ni nariz ni orejas. Ni siquiera tenía cara. Qué digo, ni siquiera estuvo nunca allí. Pestañeé y ya no había ni infinitos pasillos ni grandes palacios, tan solo una puerta en un mar de inmensa oscuridad. Puerta vieja, puerta firme, puerta que llevaba al final del viaje. La abrí, con temor, y creo que ella misma se abrió para mostrar al deseo. Allí estabas, siempre en mi mente, siempre escondida entre las habitaciones de mi cerebro donde nunca llega la razón pues es un lugar reservado para lo no humano. Y eras tú, sabía que eras tú. Nunca antes mis ojos habían sentido los lentos movimientos de tus pelos esclavos del reflejo de una divinidad; nunca mi nariz había escuchado aquel perfume caído de una estrella desorientada y, por dios juro, que nunca antes mis orejas habían escuchado mayores delicias que las que tu cuerpo me gritaba, y eso que no dijiste ni una sola palabra.
Me acerque, te acercaste, me acariciaste e introdujiste toda mi humanidad en la amalgama de placeres que ofrecía aquel mundo onírico. En pocos segundos fuiste capaz de mostrarme las montañas más altas del mundo, los valles más plateados y tranquilos del universo y las canciones más hermosas que han podido y podrán ser compuestas. Dentro de tu ser lo vi todo. Todo un abanico de verdades universales se abría ante mi mirada exhausta y mi boca entreabierta que entre jadeos dejaba salir todo el placer que ascendía como lava desde mi barriga hasta mi garganta. Y entonces exploté, me miraste a los ojos y desapareciste.
Desperté expulsado de ese mundo, con la respiración aún acelerada de ese largo viaje y aún capaz de sentir el tacto de la suave piel de aquella mujer que tanto conocía pero que nunca antes había visto. Y a los pocos segundos ya no quedaba nada, excepto la viscosa seguridad de que el placer de lo imaginario había tenido algo de real.

1 comentario:

  1. Simplemente precioso. Ya sabes que mis escritos siempre hablan de este tipo de cosas, la diferencia es que me ha gustado el cariz erótico que le has dado. Era como aunar lo carnal y lo platónico en una composición muy bella. Muy humana.

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