17 julio 2014

Francia



Me siento en un rincón sin luz, no la quiero, no. Y entre la oscuridad y las dos paredes mojadas, el moho reina sobre mí. Me pregunta: ¿Quién eres tú? Soy su huésped, señor, respondo yo. Solo quiero permanecer en su reino, protéjame, que me vienen fantasmas cantando canciones de amor y dolor, acoja en asilo mi alma, por favor se lo pido, señor. Hijo, aquí puedes estar; este no es lugar para las personas, no lo es, pero no puedo dejar a la basura morir, cierra los ojos y deja que tu mente llore para mí.
Y los recuerdos me azotan la vida, y cada pensamiento me hace llorar y llorar, y cada evocación es un latigazo y cada lágrima una gota de sangre que baila sensual por mi mejilla rasgada.
Sírvame, mi señor, una copa cargada; pero que no sea de güisqui, no, que sea de reminiscencia, señor, y si es doble, mejor. Lo sirve, lo huelo asustado y mi mueca delata dolor y placer, pues de eso se trata beber. Los tragos evocan caricias y café, mis ojos confiesan mi excitación y tus labios susurran canciones en inglés y no entiendo nada pero lo entiendo todo. Te miro a los ojos y me hablas de mares de sueños que hay que cruzar, aparto la mirada y me resigno, chica yo no sé nadar esas aguas.
Y te vas, cruzas los mares y te vas lejos. No sé dónde irás pero sé que a mi lado ya no te veré nunca más. Te pierdes por el horizonte de agua, sal y anhelos. Mis pupilas te siguen como un catalejo, pero las horas me vuelven ciego de soledad.
No puedo vivir, no puedo aguantar, los recuerdos me empujan al mar. Yo quiero aprender a cruzar los mares y partir en tu busca por siempre jamás. Cojo tus fotos y tus besos suaves a mi mejilla, lo quemo y formo una hoguera tribal. Y cuando las llamas ya hayan quemado toda mi decencia y vergüenza, grito al cielo que te seguiré. Cojo las cenizas y hago una barca, tras tu rastro me arrastraré, remando miles de miles, sin descansar nada más que para no olvidar el día en qué me quisiste.
Pero no soy capaz de seguir toda tu inmensidad, mi barca se resquebraja como si fuese de paja y yo no puedo nadar. Y remo ya sin esperanzas de llegar hasta la orilla, quiero pisar tu isla y verte al menos una vez más. La barca se hunde y ya de nada vale remar. Me permito hundirme entre toda la sal, al menos morir entre peces y como un capitán; capitán de una expedición fallida, pero disfruté, no lo puedo negar.
Y mis brazos no quieren para nada aletear, mi cuerpo parece de cemento y me hundo como un bloque en el mar. Mis pulmones se llenan de agua de sal y se vacían de humanidad. Entre las últimas olas me llega el último recuerdo a ti. Me acaricia tu pelo negro y su fragancia, y huelo a café, tu aliento y a Francia.

30 junio 2014

Verano




 Llega el verano y entre el cielo y la tierra el sol alcanza hasta el más mínimo resquicio de humanidad. Nadie puede permanecer oculto, excepto yo. Me escondo del calor, del fuego agobiante, del ambiente que arde estando yo tan gélido como una estrella apagada. Me quema los oídos, me calienta la cabeza, derrite mi piel y por poco mi respiración es vapor. Y pese a todo eso, el incendio que me consume es el que está en mi interior; desde mi garganta hasta la boca de mi estómago y de ahí regolfa hasta todas mis extremidades entumecidas. Solo me queda mi mirada y mi mirada solo ve nada.
Y mi mente me miente más que me ayuda; no sé si es el calor o si estaba ya muerta y putrefacta mucho antes del fin del último invierno. Con el último soplo de aire fresco se fue el último atisbo de razón y remplazó su lugar la simpática tontería de tu mirada. Nada frio queda ya en mí, aparte de mi alma.
Ay… el hastío del estío… no hay estío sin hastío, ni estío sin este. Y del estío al vacío del hastío y de ahí directamente al abismo; abismo de verano y de apatía, apatía que no acaba… no me salva… nada me salva. ¡Ay, Dios!, cuan fácil sería si existiese lo divino y borrases de un plumazo los dolores de mi alma, alma de apatía que no me es leve, que me invade y me atormenta; cuan fácil sería que quitase de mi vida los dolores que me afligen… que no están en mis manos… que solamente son reducto del hastío del verano.

27 junio 2014

El paradigma de la mediocridad


No pretendo hacer literatura con esto. De hecho, ni siquiera cuando me lo propongo puedo hacer arte, así que ni mucho menos va a salir algo interesante de aquí, porque esto va a ser un espejo de mi alma y dudo que de mi alma pueda salir algo más que vacío. No sé ni por dónde empezar porque me pongo introspectivo y solo veo en mi interior escombros derrotados en más de mil batallas; unas más importantes, otras completamente fútiles, pero derrotas al fin y al cabo.
Podría empezar por mi mente. Incapaz de ponerse objetivos y, por tanto, incapaz de lograr nada. Masa gris indeleble y patética. No llevo ni las cuentas de las veces que he intentado cualquier cosa en mi existencia y nada ha terminado siendo satisfactorio para mí, y por lo tanto, mucho menos para el mundo. Y lo peor de mi mente es que analizo el mundo y veo belleza en él. Miro por la ventana, veo un azul claro infinito abrazando a una radiante estrella gigante y a los pájaros que con alegría surcan el reflejo del mar y aun así me siento indiferente. Casi que prefiero bajar la persiana y fundirme con la oscuridad de mi habitación, porque de la misma manera que cuando los niños juegan al fútbol en un parque el cielo refleja diversión, cuando yo miro al cielo solo se acentúa la sensación de derrota.
Mediocridad, mediocridad, mediocridad. Posiblemente sea la palabra que más veces he dicho en mi vida. ¿Derrotismo? No lo creo, simplemente lo tengo presente. Si algún día lo olvidase me lo tatuaría en la frente, pero no creo que nunca sea necesario porque cada paso que doy algo se encarga de recordármelo. Y cada vez que lo recuerdo me arde algo por dentro, desde la garganta hasta el estómago; no puedo ni recordar cuando empecé a sentir esta sensación, pero lo cierto es que no sé si podría vivir sin ella.
Me hundo la mayoría de los días y la gente cuando me mira ve reflejada en mis ojos la inutilidad y la muerte. Y soy incapaz de tener una relación que aporte algo a alguien a parte de desidia o compasión. O ambas a partes iguales, dependiendo del momento. La verdad que lo comprendo. Si alguien ha leído hasta aquí con la ilusa esperanza de encontrar algo de interés está viendo lo cansino que soy. Me quejo y me quejo y así vivo, amargando a los demás. ¿Cómo voy a ser capaz de aportar algo a los que me rodean si tal es mi amargura que mis venas en vez de sangre llevan ácido? Ni idea. Y cuando veo a gente leyendo libros de autoayuda resuenan carcajadas en mi cabeza, pero realmente admiro que hagan algo por dejar de ser parias e intenten salir del fango en el que yo llevo revolcándome durante años. Aun así digo que me dan pena. Así de mediocre soy.
El mundo va y viene y yo me limito a observar como todo me supera. Y no hago nada por cambiarlo. ¿Quién lo entiende? Nadie, porque ni siquiera lo entiendo yo. El legado que deje al mundo será un par de órganos aprovechables; al menos confío en que sirvan para dar vida a alguien, porque a mí no me sirvieron para tal propósito. En fin, esto es el esquema de mi alma; esto es el paradigma de la mediocridad.

18 junio 2014

El pintor sin ilusión

Todo empezó ese día. Todo empezó cuando los fríos delirios que le sacudían la mente se tornaron truenos de crueldad que resquebrajaban su cerebro cada pocos segundos; cada vez que le venía una idea a la cabeza su exigente consciencia la rechazaba con crueldad electrocutando sus circuitos. Su pincel fabricado con pelos de animales no iba a volver a mojarse en la mundana tinta de terrenales colores; su mano, temblorosa y decrépita no iba a ser capaz de pintar un solo trazo en el blanco lienzo que, a sus ojos, se estaba tornando un muro enorme de adversidad y desesperación. Solo pintó un cuadro en toda su existencia, tan solo un lienzo había salido de sus manos y de su cabeza y tal era la perfección de aquella obra que su mente no toleraba las patéticas ideas que ahora llegaban a su cabeza.
Los teléfonos no paraban de sonar. Querían arte; querían el dinero de su arte. Pero a él no le importaba lo más mínimo pues entre su cerebro agitado por los relámpagos de mediocridad que su subconsciente le enviaba con desprecio y los chorreones de pintura que goteaban como un rio por la paleta no había arte. No había arte en todo ese horror, no.
Y cuando ya estaba sumido en la máxima desesperación y cuando la angustia se colgaba de su garganta de tal manera que ya no podía ni siquiera hablar, apareció ante sus ojos el fantasma negro que le había llevado hasta esa situación. Ante sus ojos, su primer cuadro lo miraba con decepción y desdén, como quien mira a un padre fracasado. El fantasma no tenía ni siquiera rostro, era una amalgama de polvo y humo gris en el contorno de una mujer, pero él sabía que era su obra, su primera gran obra.
-¿Qué haces aquí? –dijo el artista con un tono desafiante, intentando esconder los temblores de su voz.
-Recordarte lo que hiciste. –anuncia el fantasma con su profunda y femenina voz.
-No necesito que me lo recuerdes, hice arte. Creé el mejor cuadro que se ha visto en la historia.
-Es curioso, cariño, que el mejor cuadro que se haya creado no esté basado en la creación, sino en la destrucción y la muerte. Mi muerte. ¿Cómo vas a superar un cuadro hecho con mis entrañas? ¿Cómo pretendes conseguir colores como los que creó la sangre que se desbordaba por la cuenca de mis ojos? ¿Cómo…
-Cállate… -la interrumpe apretando con rabia sus puños.
- ¿Cómo pintarás sin un pincel hecho con mi pelo? ¿Cómo…
-Cállate, zorra. –dice sin gritar a través de sus dientes que se aprietan al máximo mientras se clava en su mano sus propias uñas.
-¿Cómo…
-¡Cállate! –grita mientras se abalanza contra el humo que, de repente, ya no está.
Y ya no estaba su obra de arte ante él, pero en su cabeza aún resonaban sus palabras. ¿Cómo voy a crear algo que supere la destrucción y la muerte? La respuesta rondaba su mente a ritmo galopante. Nunca podría superar la destrucción, pero si podría igualarla.
Con ira y resignación el artista tomó la decisión de dejar en este mundo una obra del mismo nivel que su único producto. Al menos moriría dejando los dos mejores cuadros del mundo. Cogió carrerilla y saltó por la ventana, rompiendo los cristales de la vidriera. Los cristales volaron en mil pedazos y cayeron como mil plumas de plata sobre el asfalto, donde pocos segundos después caería el artista tiñéndolos de carmesí.
En sus últimos momentos de agonía el artista se dio cuenta de que tanta vulgaridad no podía ni tan solo acercarse a su primera obra. No había gemidos, ni resistencia ni arañazos. No había sufrimiento en este lienzo. No había dolor, no había placer. Con sus últimas fuerzas consiguió tumbarse boca arriba para coger un poco de airé que aliviase el dolor que le causaba un cristal clavado en su pulmón. En ese momento, lo vio. Vio el lienzo perfecto, el lienzo infinito ante sus ojos. Todo perfección, todo humanidad. Ante sus retinas, el grandioso cielo abrazaba a todas las nubes existentes y por existir. Esa era la obra perfecta. Ese era el cenit del arte. ¿Cómo no lo vio antes? Si la muerte y el sufrimiento habían creado una de las mayores maravillas del mundo, allí, ante sus ojos, estaba la vida y la placidez hecha perfección. Ahora iba a morir y, con él, el secreto para crear la mejor obra que nunca haya visto ese mundo. En el fondo le apenaba, pues millones de personas iban a vivir pensando que el máximo arte era la muerte, cuando realmente la perfección se hallaba encima de sus cabezas. Antes de morir se permitió soltar una carcajada.
-Al fin y al cabo así es la existencia, como el arte. Nadie se da cuenta de lo que es la vida hasta que la muerte le atraviesa el pecho. –sentenció mientras tosía sangre, ladeaba la cabeza y cerraba los ojos.
Todo terminó cuando los fríos delirios que le sacudían la mente desaparecían pues había visto, por fin, el arte idealizado. Ese día, todo terminó.

17 junio 2014

Viaje onírico



En el mundo onírico, donde las fronteras de lo real y lo imaginario se disipan y las estructuras mentales se derriten creando ríos de sensaciones, hubo una noche en la que me perdí más de lo que nunca antes lo hice. Una sábana cubría mi cuerpo y miles de sábanas incorpóreas y, seguramente, sedosas acariciaban mis sueños al ritmo de un tranquilo silencio; silencio real, silencio del que es imposible hallar entre las los golpes y los chirridos que emite la mediocridad humana a cada latido, cada respiro y cada paso que da cada maldito ser humano de este mundo, nuestro mundo y a la vez el de nadie.
De pronto, las murallas comenzaron a derrumbarse alzando una gran polvareda que escribía en el cielo historias sin sentido e inconexas y dibujaba nubes de algodón probablemente tan blandas como la inocencia de un niño. Y donde antes se alzaban dos grandes torreones ahora se extendía un camino de polvo y escombros que me guiaba, sensual y sinuoso, hacia un mundo del que no sabía qué esperar pero del que estaba convencido que debía  esperar mucho. El camino debió ser largo y tedioso pues decidió mi reminiscencia pintarlo color olvido. Apenas recuerdo canciones de marcha ni hojas de ruta, tan solo aparecen en mi cabeza las grandes luces de colores nunca antes vistos que permanecían brillantes durante milenios. Solo me quedé hipnotizado mirándolas un par de horas, pero cada segundo de esa luz me contaba historias de millones de años atrás, de millones de viajeros que antes habían quedado como yo anonadados ante el templo del deseo que se alzaba ante nuestras modestas miradas.
Entonces, una ráfaga de viento cogió mi mano y me guio al interior del templo mientras me susurraba al oído que dentro había cosas mucho más impresionantes de las que nunca antes había visto o sentido; ¿más impresionantes que las luces que guardaban los portones y conservaban las razones de millones de viajes repletos de anhelos y tentaciones? No puedo creerlo -le respondí a la intangible dama que guiaba con esmero mi cuerpo de carne y hueso entre los pasillos infinitos. Ella simplemente me miró y se rio.
Se paró en un punto de aquel lugar, se giró y por primera vez vi la cara del viento que me había guiado. No tenía ni ojos, ni nariz ni orejas. Ni siquiera tenía cara. Qué digo, ni siquiera estuvo nunca allí. Pestañeé y ya no había ni infinitos pasillos ni grandes palacios, tan solo una puerta en un mar de inmensa oscuridad. Puerta vieja, puerta firme, puerta que llevaba al final del viaje. La abrí, con temor, y creo que ella misma se abrió para mostrar al deseo. Allí estabas, siempre en mi mente, siempre escondida entre las habitaciones de mi cerebro donde nunca llega la razón pues es un lugar reservado para lo no humano. Y eras tú, sabía que eras tú. Nunca antes mis ojos habían sentido los lentos movimientos de tus pelos esclavos del reflejo de una divinidad; nunca mi nariz había escuchado aquel perfume caído de una estrella desorientada y, por dios juro, que nunca antes mis orejas habían escuchado mayores delicias que las que tu cuerpo me gritaba, y eso que no dijiste ni una sola palabra.
Me acerque, te acercaste, me acariciaste e introdujiste toda mi humanidad en la amalgama de placeres que ofrecía aquel mundo onírico. En pocos segundos fuiste capaz de mostrarme las montañas más altas del mundo, los valles más plateados y tranquilos del universo y las canciones más hermosas que han podido y podrán ser compuestas. Dentro de tu ser lo vi todo. Todo un abanico de verdades universales se abría ante mi mirada exhausta y mi boca entreabierta que entre jadeos dejaba salir todo el placer que ascendía como lava desde mi barriga hasta mi garganta. Y entonces exploté, me miraste a los ojos y desapareciste.
Desperté expulsado de ese mundo, con la respiración aún acelerada de ese largo viaje y aún capaz de sentir el tacto de la suave piel de aquella mujer que tanto conocía pero que nunca antes había visto. Y a los pocos segundos ya no quedaba nada, excepto la viscosa seguridad de que el placer de lo imaginario había tenido algo de real.

Vacío y mentiras

Cayó el cielo sobre mí con aleatoriedad
a la vez que tu mano rozaba mi mejilla.
Me pareció notar calor pero era frialdad,
pudo parecer que mi mente me mentía
pero eran mis ojos los que te divinizaron
con crueldad, sin piedad y algo de alevosía.

Miré al cielo
y te pillé,
sobre mí tus alas
tapaban el sol,
pero los dos
sabíamos que
eran poco más
que mal cartón.

Tus labios me susurraron: hace buen tiempo hoy.
Yo debí estar dormido o tus ojos me hechizaron
pero solo escuché gritos que me hacían salivar
entre delirios que me arrebataron la razón.
De repente yo exploté por la chispa de un roce
y no paraba de repetirme: no hay vuelta atrás.

Miré abajo
y en la tierra
aleteaba
mi reflejo.
Me vi ahogado,
desesperado,
buscándote
y no eras tú.

Me cortaba la piel buscando torturarme,
abarrotaba mi cuello con gasolina
y otros  tantos malos trucos nemotécnicos
para intentar al menos por segundos olvidarte.
Perdí mis ojos, te miré con las cuencas vacías
y ahí me di cuenta: era yo quien me mentía.


14 junio 2014

Flores



En Doronda hay un pantano donde la soledad ocupa el lugar del barro, donde el barro ocupa el lugar del agua y donde el agua no existe. Huele, no mal, tampoco demasiado, simplemente huele; huele como a mosquitos, pero no a mosquitos normales, sino a mosquitos hechos de apatía y dolor. Y entre los cadáveres de fango que se disuelven entre las rocas agrietadas del triste pantano se alzan unas bellas damas que se vieron sobrecogidas por la llegada de Doronda.
Cuando el sol todavía se podía ver desde las aguas del pantano, cuando los niños de Doronda no se obcecaban apedreando con su fuerza pueril y su madura inocencia al cielo para intentar que algún rayo de luz se cuele por una grieta, cuando el agua todavía era un lugar habitable y cuando las plantas eran capaces de respirar algo más que desidia y fastidio las flores ya estaban allí.
Las flores no hacían nada, simplemente se saludaban con sus pétalos rosados, crecían con las sales que la tierra les otorgaba y dejaban que el sol las masajeara. Su vida era idílica. O no. No lo era tanto cuando una raza despiadada llegaba a su hogar, las olía con un ímpetu que las desnudaba de algunos de sus pétalos y, en nombre del amor, les arrancaban las raíces como quien tortura sin piedad. Y entonces, mientras se agarraban con sus hojas a la poca vida que les quedaba, mientras les chorreaba la savia por el tajo bruscamente partido, mientras sus hojas se marchitaban sin poder ni siquiera mantenerse firmes, en ese momento era cuando tenían que escuchar mil te quiero, quinientos me gustas, doscientos cincuenta lo siento e infinitos tus familiares nunca te olvidarán. Y cuando ya se cerraban sus ojos diciendo adiós a la vida, eran arrojadas a la basura.
Las flores aumentaban su dolor día a día. Cada vez sentían más asco por esos desalmados que las usaban como a putas baratas. Llegó el día en el que la maldad hundió su belleza en lo más hondo del planeta. Sus pétalos no brillaban y el sol ya no las quería. Eran un horror y ya nadie las recogía. Pero el exterminio no iba a parar, pues esa raza había nacido con el despotismo en su interior y nada paraba sus ansias de arrasar con todo para satisfacer sus estúpidos rituales. Ya no se las consideraba como putas baratas, ahora se las trataba como a putas feas y no tenían ningún prejuicio en cortarlas de raíz para tirarlas a la basura directamente. Ellos las llamaban malas hierbas. Ellas simplemente callaban.
Hasta que un día, cuando solo quedaba una flor, con toda su tristeza y fealdad, llegó un hombre más triste que ella. Un hombre de mirada fría y desalmada que trajo consigo la desolación, que arrastró cuervos sanguinarios y nubes de cemento y que convirtió la tierra en putrefacción. Ese hombre llegó al lago arrastrando a todo lo malo de este mundo, pero se agachó, miró a la flor y le dijo que en su imperio de basura había lugar para ella y su especie.
Desde entonces en el pantano se alzan unas flores preciosas, luminosas y de color blanco paraíso. La gente de Doronda las omite, pues saben que ellas tienen tanto dolor como ellos, aunque por fuera parezcan hermosas. Lo que no tienen claro es si las flores se alimentan de la oscuridad de Doronda o si ellas son las que sudan dolor por sus raíces.