Se alzaba ante la vista de la pequeña niña un majestuoso bosque oscuro y frondoso. La niña no superaba los 8 años, su tez era blanca como el jazmín, sus mejillas sonrosadas como dos soles y su pelo oscuro, largo y liso se alargaba hasta su cintura. La niña había huido de su casa en busca de protección, protección de su padre que ya había matado a su madre y, ahora, volcaba su ira sobre ella.
A paso paulatino, tranquilo, seguro, sin vacilaciones, se adentró en las inmensidades del gran bosque creyendo, o más bien, sabiendo con certeza que lo que encontraría allí no sería peor que lo que su mundo, la civilización, le había ofrecido. Pasaron tres días y tres noches y la niña estaba gravemente herida. No había comido desde que se adentro en el bosque y solo había bebido agua estancada en el suelo cuya calidad era más que dudosa. Cuando estaba al borde de sus fuerzas, cuando un paso más significaba dejar de respirar, cuando el sol perdió su último rayo entre los enormes árboles del bosque, la niña se desplomó mientras pensaba en perder el conocimiento y con un poco de suerte no volver a recobrarlo nunca más. Su cuerpo permanecía extendido sobre la tierra seca y fría mientras el viento jugaba con las hojas de los árboles y el sol, preocupado por la niña, se asomaba por los huecos de los inmensos árboles en intentos vanos de encontrarla y darle algo de calor.
¿Qué pasa? - dije mientras me levantaba frotándome los ojos- ¿Cómo he llegado aquí?
Este no es el lugar donde había caído. Ahora estoy entre paredes en vez de rodeada de gigantes disfrazados de árboles. El lugar era húmedo, luminoso y frío. De pronto, por la puerta entró un majestuoso lobo, caminando lentamente hacía mí. No sé por que pero en todo momento supe que no me iba a hacer daño, al menos no tanto como me lo hizo mi padre. El lobo avanzaba hacia mi y yo lo esperaba, sin miedo y con seguridad. Cuando se detuvo ante mí le tendí mi mano, sabía lo que estaba haciendo, y el lobo mordió la manga de mi chaqueta guiándome hacia el foco de luz, hacia el exterior de la cueva.
Cuando salí la luz me cegó por unos segundos, pero cuando se aclaró mi vista pude ver más de mil animales de diferentes razas arrodillados ante mí. Nos encontrábamos en un gran círculo con pocos árboles donde el sol si me veía y me sonreía. El viento era agradable y fresco. Al este de la cueva pude apreciar un gran lago de agua limpia y al oeste una gran variedad de árboles frutales.
Los animales esperaban algo de mí, yo sabía que esperaban, alcé mis manos y grité dentro de los límites de mi voz de 8 años:
-Seré vuestra reina, yo os adoraré y os cuidaré todo lo que pueda de la misma manera que sé que vosotros me protegeréis de todos los males de este mundo.
Los animales abandonaron su postura de sumisión y asintieron con sus cabezas mis palabras. El mundo sabía que ya había sufrido bastante, que la muerte de mi madre y las agresiones de mi padre no podían repetirse, y el universo me otorgó un ejercito de animales contra los males del mundo. Emocionada, grité:
-¡Animales, protegedme!
Animales, protegedme; animales, protegedme; animales, protegedme. No dice otra cosa, solo repite eso continuamente -afirmó el doctor.- Ha perdido la cordura completamente y nunca la volverá a recobrar. Las palizas de su padre y ver como ha matado a su madre le ha costado toda firmeza mental que tuviera esta niñita de 8 años. Como usted comprenderá, su salud mental la convierte en una prueba inservible en un juicio.
Ya lo veo -dijo el policía.- Así que parece que quedará libre, no tenemos más pruebas contra él que esta niña. ¡Maldita sea!
El policía se alejo arrojando con malicia su placa al suelo y maldiciendo todo lo maldecible. Mientras, se alejaba con una lágrima en la mejilla pensaba lo bonito que sería poseer un ejercito de animales que nos protegieran de todos los males del mundo.
TRAS EL HORIZONTE
Hace 1 hora
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